Uno de los más arduos problemas a la hora de abordar el estudio de grandes sistemas, como el universo, la evolución o la mente, es saber cuáles son sus componentes últimos. Los seres que pululan por el universo, como los humanos, las bacterias o cualquier otro tipo de kosmonauta, existen suspendidos durante su existencia sobre una intersección de grandiosas incógnitas fundamentales. ¿Cuáles son las sustancias que animan e integran el universo y sobre las cuales vagan a la deriva sus habitantes?
El kosmonauta sapiente, apropiándose de la máxima de Descartes "Pienso luego existo", deberá comenzar a retorcer su axioma... ¿dónde existes? ¿De qué se compone tu pensamiento? Cuestiones tan sutiles, profundas y omniabarcantes han ocupado la mente de graves y barbados sabios a lo largo de la historia. La necesidad humana de preguntarse los porqués y los cómos del mundo que nos rodea y del que llevamos dentro, así como de crear estructuras lógicas que lo expliquen y lo estructren, ha arrojado alguna luz acerca de estas cuestiones, o al menos, han puesto sobre la mesa las armas para el debate racional.
En la noche de los tiempos, cuando nuestos semejantes (tan inteligentes como nosotros pero sin el bagaje técnico y cultural de miles de años que hemos hecho nuestro) miraban al cielo desde la boca de una cueva en una gélida y despejada noche de invierno, veían en las estrellas hogueras de campamentos lejanos. Aunque su mente era totalmente capaz, estaba subsumida en cavilaciones mundanas: la caza, la recolección de bayas, el adecentamiento del cobijo, la supervivencia del anciano herido y la valentía del joven montaraz, el calor de la lumbre y el vigor de las muchachas. Bajo el influjo de las estaciones y la amenaza aterradora del trueno, buscaron explicaciones a los fenómenos que afectaban a su quehacer cotidiano. Surgió una suerte de interpretación anímica y vitalista de la naturaleza, proyectando los miedos y las esperanzas del ser humano en un medio ambiente que se revelaba indiferente e implacable.
Con el avance de la humanidad hacia las grandes y fructiferas civilizaciones del mundo antiguo ese diálogo tan cercano con la naturaleza tornóse en un diálogo entre la tierra y los cielos. Se abrió una brecha infranqueable entre el sentir de los hombres y el designio de los dioses. Cada fenómeno natural era obra de un dios etéreo, antropomorfo y de cualidades magníficas, inalcanzable, al que sólo se podía aplacar con ruegos y sacrificios. En las fecundas orillas del Nilo, todos sabían que el sol era Ra surcando el cénit con su barca, en la Grecia clásica que el cielo no les aplastaba gracias a las anchurosas espaldas de Atlas, y en los pueblos vikingos que el trueno era un golpe despiadado de Thor con su martillo en el tenebroso seno de una tormenta.
El abismo que se había creado entre el mundo "real" humano y el "divino" de los dioses no tardó en ser ocupado por una hueste de sacerdotes, chamanes, brujos, etc. Por otra parte, la dicotomía entre las dos esferas del Universo la terrenal material y la espiritual, se estableció nítidamente con el surgimiento de la filosofía, especialmente a partir de Platón. La realidad estaba compuesta de un estrato tangible donde discurrían los fenómenos visibles y palpables del mundo cotidiano, y otro estrato voluble, metafísico, donde habitaban ideas, pensamientos, sentimientos que se hallaba por encima del mundo material, camino de las divinidades. El mundo era una amalgama de cuatro esencias irreducibles: tierra, fuego, agua y aire, y los cielos estaban compuestos de éter; el cuerpo, de un equilibrio de cuatro humores: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla, animados y ordenados por un hálito o principio vital. Segun los pitagóricos, cuatro sólidos regulares representaban esas cuatro verdades univesales y el divinal dodecaedro era propiedad de los sempiternos dioses, por lo que había que cultar su existencia al pueblo.
Las alturas se poblaron de nutridas e inverosímiles genealogías divinas, cada una de las cuales ejercía su poder sobre un plantel de sucesos en la vida de los hombres. Los cielos no podían sustentar por mucho tiempo el peso de tantas deidades, urgía una simplificación del sistema cósmico. Desde Asia menor, el surgimiento de las tres principales religiones monoteístas fué desplazando (al menos oficialmente) a la rica mitología politeísta, al parecer por una doble cuestión económica: por un lado, ahora sólo había un Dios todopoderoso y único al que venerar que determinaba la caida de cada hoja, el nacimiento y la muerte de todos los seres y el devenir de personas y pueblos; por otro, la institucionalización de ofrendas y sacrificios hizo que el vacío entre Dios y los hombres se rellenase prontamente con hordas de sacerdotes, imames y rabinos que aprovecharon (y aun lo hacen) el desconocimiento de las masas sobre el funcionamiento del mundo y el temor que esas situación inspira para su propio beneficio. La filosofía, antaño unida inextricablemente a la religión, se escindió en parte de las férreas estructuras impuestas por el monoteísmo para destejer a su manera el arcoiris de la realidad.
Y en estado criptobiótico desde su breve y tímido surgimiento en la grecia helenística, renació la ciencia de la filosofía como una gémula en el siglo XVI (podemos tomar un poco arbitraria pero razonadamente el año 1543 como momento del alumbramiento, con la publicación de "De Humani corporis fabrica" de A. Vesalio y"De revolutionibus orbium coelestium" de N. Copérnico).
La ciencia nació en un mundo controlado por el clero y la religión, una criatura irritante y escéptica en un mundo de verdades absolutas. Las antiguas nociones filosóficas y alquímicas de impulsos, pulsiones, humores o tendencias cristalizaron pronto en una serie de propiedades mesurables del mundo como la materia, la energía y el tiempo que, obviando los matices impuestos por las revoluciones paradigmáticas, son la materia prima de la ciencia. En el siglo XVII René Descartes propugnó la concepción dualista de la mente y el cerebro, con dos microcosmos funcionales independientes unidos por el itsmo de la glándula pineal. ¿Como integrar los nuevos decubrimentos con las ideas imperantes gestadas a lo largo de milenios?
Actualmente, parece que el problema de la mente y el cerebro, del hombre y de los dioses, de lo natural y lo sobrenatural que han atormentado nuestra psique durante siglos, se reduce a una cuestión fundamental: ¿existe en nuestro Universo algo más que materia, energía y tiempo? La existencia de una única y contundente respuesta parece irrisoria, y huelga decir que, a pesar del optimismo de muchos, fruto de su estrechez de miras, la solución es compleja en extremo y no está tan cerca como parece. No obstante, al esbozar el problema aparecen dos bastiones más o menos contrapuestos, ninguno de los cuales enarbola por el momento el baluarte de la verdad absoluta ni osa entonar el canto de la victoria. De un lado, aparece la interpretación "materialista" o cientifíca, según la cual no existe en el universo más que una cantidad ingente de materia y energía que interactúan a través del tiempo, este breve enuciado afecta tanto a los planetas, como a la vida y al mismo ser humano. Por otro lado, existe la cosmovisión dualista del cosmos, la cual añade a lo anterior otra serie de propiedades y dimensiones "no materiales": la existencia real del espiritu, la mente extracorpórea, el alma, el hálito vital de la los entes vivientes, y, de algun modo la existencia de un principio ordenador (llámesele, o no, Dios) que gobierna y dirige cuanto acontece en el Universo.
El debate está servido, tenemos miles de años de historia de la humanidad para buscar argumentos, datos y opiniones relevantes; tenemos una mente poderosa capaz de lidiar con estos problemas y lo que es más importante, ese impulso tan humano llamado curiosidad.
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